Dicen que la pluma puede ser el arma de transformación más poderosa y, ciertamente, todos los cambios que en el mundo han sido fueron un día realidad gracias a que alguien convirtió esos anhelos de progreso y de mejora social en palabras. Palabras que se hicieron cada vez más fuertes a medida que eran leídas, compartidas y sentidas por una mayoría social creciente. Hasta que un día, esas palabras articulan el discurso de todo un país y entonces, el cambio resulta inevitable. Todo esto lo sabía muy bien el genial escritor y periodista británico Charles Dickens (1812-1870). Uno de los más claros ejemplos de que a través de la cultura podemos cambiar el mundo, aunque para ello haya que enfrentarse a los más poderosos.
Dickens no solo estaba en contra de la injusticia por valores y ética personal. Sino que también la había sufrido en sus propias carnes. El conocido novelista tuvo una infancia dura debido a las deudas de su padre, que le obligaron a trabajar de niño en una fábrica de betún. Allí conoció de primera mano las penosas condiciones de vida de la clase obrera británica del siglo XIX. Y quizá por ello no dudó en convertirse en un convencido activista que denunciaba la pobreza y la explotación laboral e infantil a través de su obra.
Buena muestra de ello es su segundo libro, Oliver Twist, una de las primeras novelas sociales de la historia de la literatura y un clásico indispensable que narra las vicisitudes de un huérfano que cae en la delincuencia para sobrevivir, pero que al final consigue sobreponerse a todas las dificultades y salir adelante. En buena medida, este relato fue una contestación de Dickens a la discutida Ley de Enmienda de la Ley de Pobres de 1834, cuyo objetivo fue reducir las ayudas que recibían las personas más desfavorecidas. Dicha enmienda también creó la figura de las casas de trabajo o workhouses, en las que se ofrecía alojamiento y empleo a las personas que no podían mantenerse económicamente.
Quienes ingresaban en este sistema vivían prácticamente como reos de presidio: confinados las 24 hojas del día sin sus familias y obligados a realizar algunas de las labores más duras de la época, como romper piedras, triturar huesos para producir fertilizante o recoger madera de roble con un gran clavo de metal conocido como púa.
Se puede afirmar que era una manera de invisibilizar el problema de la pobreza generalizada a través de la reclusión de los pobres, que de este modo quedaban apartados de la escena pública. Al mismo tiempo, era una clara criminalización de la gente más humilde y desfavorecida de la Inglaterra victoriana, época en la que las clases populares apenas sabían leer ni escribir ni tampoco tenían de su lado a muchas figuras relevantes que les defendieran. Hasta que apareció Dickens y decidió contar cómo vivían y sentían los pobres. Y de pronto, los pobres dejaron de ser invisibles.
Y de pronto, se hicieron bien visibles palabras que hablaban de pobreza, de hambre y de explotación. Y una vez señalado el problema con el dedo y con la palabra, no quedaba más remedio que buscarle solución. Eso mismo hizo Dickens dando su apoyo público a una ley que se aprobó en 1842 y que supuso todo un hito: el fin del trabajo nocturno de mujeres y niños. Una victoria para toda la sociedad británica y también, por supuesto, para ese niño pequeño que tuvo que mancharse las manos de betún para mantener a su familia.
El novelista también se movilizó públicamente y en sus escritos contra la esclavitud, la pena de muerte y el sensacionalismo informativo. Además, fue uno de los grandes impulsores de la Urania Cottage, un centro de acogida para mujeres marginadas, caídas en la prostitución muchas de ellas, en el que podían aprender a leer y escribir. Hablamos, por tanto, de todo un pionero en la defensa de los derechos humanos y las libertades civiles. Un mensaje que en pleno siglo XXI sigue siendo más vigente y necesario que nunca. Gracias a la pluma de autores como Dickens, que demostraron que las palabras son la mejor herramienta para construir una sociedad mejor.